junio 08, 2010


Ocarina
Manuel Bustamante
28 páginas


FERVIENTE MÚSICA DE UNA “OCARINA”,
POEMARIO DE UN JOVEN LAMBAYECANO



La poesía de núbiles bardos suele ser aburrida, llena de metáforas cursis inspiradas en musas de labios carmesí y cabellos ensortijados. O bien tienen los acnés indeseados de las fallas gramaticales, sintácticas y semánticas (propios de los púberes cuando descubren su hombría); o bien escasean de coherencia lingüística –no basta leerse un par de libros sobre la correcta escritura o algún manual de redacción para universitarios *– la cual empobrece el debut del poeta representante de la llamada generación del 2000 (“Nueva Literatura Peruana”).

Manuel Bustamante (Lambayeque, 1988), es parte de esa generación boyante, acaba de publicar su primer libro “Ocarina” (Prometeo Desencadenado, 2010); y también es núbil. No se podría clasificar igualmente su poesía, que está embargada de versos maduros, bajo la influencia de Alfredo Quíspez Asín, quien lo guía a través de su aventura literaria en los resquicios del arte poética.

Tan sólo 24 páginas nos zambullen en el mundo idílico, rabioso por momentos, existencialista y febril de Bustamante, quien no duda en gemir sus desasosiegos más ardorosos: “Tú, / que haces que me traicione al pie de mis intenciones, / que me haces palidecer / sin que te importe, / que me robas unos cuantos rasgos / y me nombras sin estar allí.”

Este grito de impotencia y animosidad refleja el alma inconforme del poeta, que a sus cortos años ya vislumbra el derrotero torturante por donde han de llevarlo los versos: “He querido despertar / y encontrarme lleno de palabras suficientes, / palabras que me sirvan de refugio / o que me ahoguen en esta desidia / y me muden a otra vida.”

Esa fascinación por hallar la palabra exacta, palabras precisas que se ajusten a su imaginario estético, idealista, mórbido, evidencian una pasión verosímil y tempranamente austera. Le grita a la poesía, a esa dama subjetiva cuya fealdad compite con la luna, el pretender hacerlo arder bajo su sombra mientras abre el tiempo y destroza los espejos: “…sembrarte en este rincón, / dulce y exquisito / sin importarte caer. / Pretendes ser un poco de vida en mi vida, / un poco de esperanza en mi desesperación, / deslizarte en el matiz de las horas en que deambulo.

Más adelante es a Sylvia Plath a quién destila sus versos, cargados de erotismo simbólico y sufrimiento solapado: “Abre mi cuerpo. / Ramifícame. / Sucédeme. / Ilumíname / en el perfil de esta oscuridad / de escarcha y piedras preciosas. / Déjate aquí, / si te abro las puertas, / y dejemos a las palabras ahogarse en su propia sangre.”

Ya no es esa masculinidad turbia la que describe el acto sexual, más bien una inusitada feminidad que pide ser abierta en la oscuridad.

El poema que delata una irrevocable influencia de Moro se encuentra en la página 16: “A la desesperación / A la venganza de los placeres más exquisitos / Al viento ebrio que golpea y susurra su esencia / Al tiempo y su interior desesperado que subyuga los momentos / A los sirvientes movimientos, a su imperio / A la razón más inaudita y rebelde / Al habla del dolor intenso y persistente del regocijo…”. Este himno es un tributo directo al Prestigio del Amor.

Hay en estas líneas evidente sensibilidad frente a elementos rústicos que conforman la realidad; gritos sordos, lejanos, como silenciados por el propio rapsoda quien no duda en desplomarse antes de empuñar la espada: “…A la esperanza destruida y sola –totalmente loca-[…] A las palabras más aterradoras y asesinadas.”

Deshecha la envidia por ser corrupta y al discurso oral por estar “embrujado”. Se vislumbra una visión fatalista de la existencia que rechaza lo ordinario y lo vuelve zafio e indigno.

Casi al final del libro denuncia a la poiesis por ser causa y efecto de su infortunio, propio del rapsoda que solfea a sabiendas de que ese canto, la voz con que lo profiere y la rima misma son causantes de su desgracia; al mismo tiempo lucha contra ella, se declara un gladiador de las horas corrosivas y amargos minutos: “Voy a dejar que luzca desastrosa, / que no cale tanto. / Que no me despeine en la madrugada / entre el sueño en que aparece. / Que no me abandone / entre aquellos trastos de tristeza, / en horas corrosivas / de desconsiderados y amargos minutos. / Voy a dejar que deje de tocar mi puerta / Voy a conminar sus llamas con mi resplandor.”

El mejor poema del libro, sin duda el más contundente, sentido, real, libre y sin miramientos de Bustamante, que ya se erige como una figura sorpresa de las letras lambayecanas.
                                         
                                                     Karina Bocanegra Salcedo
Trujillo, junio de 2010

* Ya lo decía Violeta Barrientos, conocida teórica y poeta limeña: “Hoy en día se escribe poesía sin haber estudiado la tradición literaria” (Fuente: http://lacasadelabelladurmiente.blogspot.com)