abril 02, 2012

Sobre Dos mil doce y otros poemas terminales



Huellas dactilares

César Boyd


Este libro consta de textos que creí perdidos en un laberinto de archivos. Junté todo un bloque de concreto y comencé a darle forma mientras iba encontrando a mi paso la materia prima que ahora se condensa aquí. Hice lo que un padre haría con sus hijos: mostrarles la libertad poco a poco, hasta acostumbrar a cada poema a la independencia. Los resultados han sido las manifestaciones de estilos de distintos tiempos que se han confundido en mi sola corta vida.

El título del libro se relaciona con su designio, que es un poco también el mío. Por ello, estos poemas sucumben como el año misterioso del Calendario Maya: el 2012. Sus muertes han estado contenidas, pues corresponden a una etapa final de mi existencia como poeta. Y aunque pueda resultar polémico el tratar de explicar si se puede dejar de ser lo que se ha sido, lo que sí es un hecho, es que escribir poesía para mí ha terminado, lo que será sin duda un alivio para el mundo. Sin embargo, a propósito del apocalíptico título, cabe mencionar qué ha sido para mi experiencia este arte inmovilizador.

Nunca fue un placer idílico escribir poesía. Desde mi adolescencia, en la búsqueda de una rima más o menos decente o, ya en la juventud, hallando musicalidades o aforismos, siempre me ha resultado angustiante el enfrentarme con ese extraño arte. Los motivos de esa desdicha los he buscado en mi interior sin éxito; por lo que no podría confiar en una hipótesis emitida, pero sí podría describir con detalle cuáles han sido las sensaciones más cercanas de esa angustia.

A la poesía la he sentido absolutamente asfixiante. Incluso antes de publicar mi primer libro en el 2002, me había llegado su imagen de una manera poco probable. Desde mis primeros años de poeta, siempre la he visto con desmesura, como algo exclusivo y excluyente. La he percibido con esa carga emocional paranoica. Es decir, desde el primer momento en que decidí seguir esta carrera sin título, escribir poesía ha sido presión pura, ¡presión pura!

Para mí nunca la poesía fue un desahogo, una catarsis, una utilidad, nunca fue un elemento con el cual se puede vivir con tranquilidad, nunca. Vivir como poeta era leer a cada instante (en los buses, en la calle, en mi cuarto), era encerrarse días escribiendo desenfrenadamente, sin ducharme, sin salir de casa, sin comunicarme con nadie, comiendo poco; vivir como poeta era también reunirme con mis amigos hablando de literatura por horas hasta el amanecer, con una potente euforia que el alcohol a veces elevaba; vivir como poeta era nunca comprar nada que no sean libros, decenas, cientos, sin reparar en gastos (en diez años nunca compré algo que no se relacionara a la poesía como ente de angustia, lo que a veces me merecía el rechazo de algunos familiares, que aconsejaban a mi madre mi inmediato internamiento en un centro de reposo); vivir como poeta era saber de todos los temas, buscar nuevos tópicos, existir en la filosofía más compleja; vivir como poeta era llorar a cada instante por mis fracasos, por mis delirios, por mis lecturas, y escribir de eso, o no escribir nada de eso, sino solamente presionarme y presionarme para conseguir un poema, un solo poema, y luego otro, y otro, hasta el infinito; vivir como poeta era no creer en un Dios que interfiriera con la escritura y la desmesura; vivir como poeta era patear todos los tableros, menos el de la poesía porque en ella estaba la salvación más absoluta. En conclusión, la poesía jamás para mí ha sido un arte, como se le conoce al “arte”, sino una forma de vida, un cuerpo compacto con venas y testículos.El número diez siempre me resultó enigmático. Y fueron diez años en los que le di todo a la poesía, todo: las noches de insomnio, las amanecidas de lectura, las correcciones enfermizas, las conversaciones insufribles. Y aunque sé que lo que he escrito no tiene mucho valor, mi decisión va por el lado de mi sosiego; pues el arte es respiración, guerra, sangre, y a mis treinta años, tengo una vida en la cual otras experiencias se me abren. Ya me siento realizado, y Dos mil doce y otros poemas terminales es el fin de esa otra vida aventurera.


(Prólogo no aparecido en el libro por motivos de descoordinación)